Fue una preocupación importante de Jesús y de los primeros cristianos, que se esforzaron por establecer lazos de comunicación entre personas y grupos, a través de la palabra, sin imposición de unos sobre otros.
Era un asunto necesario, pues el cristianismo se había desgajado de la raíz “natural” del judaísmo, donde todos estaban vinculados por leyes y autoridades comunes, de tipo social y religioso (rabinos, sacerdotes), que fijaban la conducta de todos: Padres e hijos, varones y mujeres, vecinos y parientes, pobres y ricos, cada uno en su lugar, con sus obligaciones.
Pero Jesús quiso superar ese tipo de judaísmo uniformado, donde todos tenían que ser iguales, llamando para su “reino” a personas de diversos grupos, judíos y gentiles, hombres y mujeres, enfermos y pobres, para formar con ellos una comunidad en la que todos pudieran colaborar y ayudarse mutuamente. Era un ideal difícil: ¿Cómo crear un grupo de cristianos unidos entre gentes de orígenes distintos? Pero Jesús lo puso en marcha.
En esa línea siguieron los primeros cristianos y el libro de los Hechos 6, 1‒7 dice que algunos empezaron a murmurar por cuestiones de origen (unos eran helenistas, otros hebreos), por cuestiones de comida (a unos les tocaba más, a otros menos) y por cuestión del servicio a las mujeres necesitadas (unas recibían más atención que otras). Pues bien, a pesar de las dificultades, todos terminaron colaborando, pues de lo contrario no se podían llamar cristianos, discípulos de Jesús.
Así lo entendió el apóstol Santiago, cuando vio que el mayor pecado de las comunidades eran las murmuraciones (Sant 4, 11‒12), nacidas por envidia, desconfianza mutua o deseo de imponerse. Por eso condenó el pecado de la lengua (cf. Sant 3, 1), las palabras hirientes, los prejuicios y las críticas que empiezan con pequeñas cosas y termina siendo un fuego que todo lo consume. Así dijo que la lengua es el timón de la vida (Sant 3, 4), que parece algo pequeño y que, sin embargo, dirige y guía todo el barco en una dirección u otra; así los hombres deben moderar la lengua, hablando bien unos de otros, con amor y con verdad, para entenderse, superar las diferencias y colaborar, siendo distintos, pues las diferencias bien entendidas enriquecen a todos, al servicio del bien común.
Esta fue la preocupación mayor de Pablo cuando escribió a los cristianos de Filipos, una ciudad de la costa de Grecia. Todos creían en Jesús, y en teoría se querían. Pero luego cada uno buscaba su interés particular, por envidia o deseo de superioridad, y de esa forma, al fin, se dividían y chocaban entre sí hasta destruirse. Por eso, Pablo les pide:
Si tenéis algún consuelo, algún amor en Cristo, alguna comunión en el espíritu, si tenéis entrañas de misericordia…, pensad y decid todos lo mismo, de manera que forméis entre todos un alma. No hagáis nada por envidia, unos por encima de los demás, sino que cada uno busque el bien de los demás con palabras y con hechos (cf. Flp 2, 1‒4).
Así puede resumirse la petición de Pablo a los cristianos de Filipos. Éste es también el tema de las cartas que escribe a los de Corinto, donde surgieron varios grupos, diciendo que unos eran de Pedro, otros de Pablo, otros de Apolo, otros en fin de Jesucristo (1 Cor 1, 12). Así discutían, destruyéndose unos a los otros, rompiendo la unidad en el amor. Pablo no quería que todos pensaran igual, sino que dialogaran en amor, aportando cada uno su punto de vista, aprendiendo, cediendo, buscando el bien de los demás y el del conjunto de la comunidad.
En esa línea decía Jesús: “Donde dos o tres (muchos o pocos) se juntan para orar y compartan la palabra allí estoy yo en medio de ellos” (cf. Mt 18, 20). Ésta es la forma de juntarse de verdad, sin ofenderse unos a los otros a través de la palabra. Sólo así, también nosotros, podremos colaborar y realizar proyectos comunes, sabiendo que Jesús vino a sembrar su palabra para todos (cf. Mc 4, 3‒9), no una simiente separada de las otras, sino una simiente de vida para todas las iglesias y comunidades.
Xabier Pikaza
Ha sido profesor de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, España (1973‒2003). Casado con M. Isabel Pérez. Escritor e investigador de reconocido prestigio internacional.